miércoles, 4 de junio de 2014

RELATO EL TÚNEL

   Hace tiempo que tengo el blog algo inactivo. Para rescatarlo del olvido, publico un relato que escribí hace años. Lo presenté a un concurso literario que no gané, pero me gustaría compartirlo ahora con vosotros.




EL TÚNEL




   Me estoy o me están volviendo loco. Seguro que todo es un complot de mis enemigos para despojarme del cargo que ocupo, pero no entiendo que mi novia y mis amistades se presten a algo así. No, no es una conjura en mi contra. No tiene sentido un montaje de estas características para eliminarme de la política, no soy tan importante.



   El martes 14 de abril era un día cualquiera en la vida de Juan José Martínez Galey. Hombre de treinta años de edad, había ascendido dentro de su partido político con gran rapidez gracias a sus muchas cualidades. Trabajador, responsable, carismático… y por qué no reconocerlo, también por su capacidad de eliminar obstáculos en su ascenso hacia la gloria. El puesto de Concejal de Urbanismo que desempeñaba en Vitoria había tenido más candidatos antes de que salieran las listas electorales, entre ellos su gran amigo y compañero de fatigas desde la infancia: Mikel. Juan José no tuvo reparos en los medios empleados para eliminar a sus contrincantes, medios que, dicho sea de paso, fueron “poco ortodoxos” (o sucios, como le espetó Mikel cuando Juan José fue elegido definitivamente para el puesto), y que le valieron algunas enemistades dentro del partido, personas que le habían retirado la palabra excepto cuando coincidían en actos públicos. Por tanto, podríamos llegar a pensar que Juan José era un hombre sin escrúpulos aunque, como buen político, él se habría definido a sí mismo eufemísticamente como ambicioso y con sed de progreso en su carrera profesional.

   Como todos los días, el martes 14 de abril de 2009 el despertador de Juan José sonó a las 7:30 de la mañana. Sin abrir los ojos, alargó el brazo izquierdo maquinalmente para apagarlo. Solía levantarse al instante, pero esa mañana le costó moverse de la cama. La noche anterior se había acostado bien, pero ahora, después de abrir los ojos y tratar de incorporarse sentía un extraño calor que le invadía todo el cuerpo. Con gran esfuerzo, se levantó y se dirigió al cuarto de baño para lavarse la cara y afeitarse. Una vez allí, decidió darse una ducha para tratar de eliminar la sensación de quemazón que le recorría. Se sintió algo mejor, se afeitó y se vistió.

   Consultó su reloj de pulsera y vio que era más tarde de lo normal. Se apresuró a cerrar el portón y bajar las escaleras, porque el chófer que lo recogía y lo llevaba hasta el Ayuntamiento debía estar esperando hacía unos diez minutos. Abrió la puerta de la calle, pero el Audi A4 negro que conducía Aitor no estaba allí. Impaciente ya por su propio retraso, volvió a consultar la hora. <<Hoy no llego. Es raro, Aitor nunca se retrasa>>. Cinco minutos después decidió llamarlo al móvil para saber qué sucedía. Una, dos, tres…ocho llamadas hasta escuchar la voz enlatada de la operadora telefónica. Volvió a llamar, con el mismo resultado. <<Joder, no lo coge ¿Para qué tiene el coche entonces esa mierda del bluetooth?>>.

   Pasados unos minutos más en los que insistió en sus tentativas de comunicarse con el chófer, se dio cuenta de que ya no iría a buscarlo. << Ahora, ¿qué hago? Está lejos para ir a pie, mejor en bus. Uff, odio esos coches cargados de gente en hora punta. Además es peligroso, joder. Por eso me pusieron un vehículo privado. En el País Vasco hasta un político de segunda como yo está expuesto>>.

   Con estos pensamientos, Juan José caminaba hacia la parada de autobús. <<El Aitor éste de las narices se la va a cargar. Vino muy recomendado, pero esto de haberme dejado tirado tiene que pagarlo. Si ya decía yo que por mucha recomendación que tuviera no debía haber escogido un tío sin experiencia. Mira lo que ha tardado en cagarla: tres meses>>.

   Cuando llegó, ya había varias personas esperando el autobús. <<Sabrá Dios el tiempo que hace que no pasa. Y seguro que viene lleno hasta los topes. Qué coñazo, joder>>. Sumido como estaba en estas reflexiones, Juan José no se había dado cuenta de que acababa de llegar a la cola una chica a la que conocía. Era una auxiliar administrativo del Ayuntamiento con la que sólo había cruzado palabra en el trabajo una vez, pero muchos días coincidían en la cafetería en la que él solía entrar antes de comenzar la jornada laboral, e intercambiaban el frío y obligatorio saludo de dos personas que no se tratan pero comparten varios espacios comunes durante muchas horas.

   Juan José siempre se vanagloriaba de su trato con “los inferiores”. Esta chica, de la que ni siquiera sabía el nombre y que tenía más o menos su misma edad, debía conocer a todos los Concejales, como todos los que trabajaban en el Ayuntamiento. Él era consciente de que algunos Concejales no se rebajaban a saludar a los administrativos, recepcionistas o guardias de seguridad. Era tal la indiferencia que mostraban que se diría que los consideraban como un elemento útil en el trabajo, pero no más importante que una silla, un teléfono o una fotocopiadora. Por eso Juan José se sentía interiormente como una gran persona sólo por el hecho de dignarse a dirigirles una mirada y un educado saludo, pero en el fondo lo hacía con la misma indiferencia con la que colaboraba con el cepillo de la Iglesia en la misa de los domingos cuando era pequeño. Era una satisfacción que no provenía del hecho en sí, sino de lo que aparentaba ante los demás.

   Estaba en la cola justo a su lado. Era la primera vez que coincidían fuera del trabajo o la cafetería. Como hacía tiempo que Juan José no subía al autobús urbano para ir a ninguna parte, no sabía exactamente en qué parada tenía que bajarse. No tenía ganas de hablar con ella. Pensaba que sería incómodo para los dos, pero seguro que el vehículo estaba lleno y no sería fácil observar dónde se bajaba para hacerlo él también, así que no le quedaba más remedio que preguntar.

-          Buenos días – dijo Juan José.
-          Buenos días – respondió ella con indiferencia.
-          ¿Podrías decirme dónde nos tenemos que bajar?

   La joven se giró sorprendida para mirar a Juan José. Lo observó con detenimiento durante unos segundos, y luego contestó:

-          Sé hacia dónde me dirijo yo, pero no sé qué le hace pensar que los dos vamos al mismo lugar.

   Juan José quedó tan aturdido ante esa respuesta, que balbuceó torpemente hasta que fue capaz de decir algo coherente.

-          A…a…al Ayuntamiento.
-          En ese caso, bájese usted en la cuarta parada.

   En ese momento llegaba el autobús, y la chica cedió el paso a una pareja de ancianos que estaban detrás de ella. Era evidente que no quería entrar en el coche detrás de Juan José para evitar coincidir dentro nuevamente. A la joven la había desconcertado que ese hombre la tratara como si se conociesen, y más aún el hecho de que parecía saber a dónde iba ella.

   Por su parte, Juan José volvió a sentir con más intensidad el malestar que tuviera por la mañana temprano cuando despertó en la cama. El ardor y el calor invadían su cuerpo con más fuerza si cabe. Le costaba agarrarse a la barra, que parecía desprender un calor insoportable. Como él había imaginado, el autobús iba lleno, y no había podido hallar un asiento libre. Se encontraba tan mal que se sentía desfallecer, y creía que iba a desmayarse de un momento a otro. Cuando bajó y el viento fresco golpeó su rostro empezó a sentirse mejor. Caminó unos pasos, pero se detuvo mientras consultaba su reloj de pulsera. <<Al fin y al cabo he llegado casi a la misma hora que todos los días. Me da tiempo de tomarme mi café>>. Y siguió caminando en dirección a la cafetería de costumbre. << ¿Me encontraré allí con la auxiliar? Qué reacción tan rara la de esa mujer ¿A qué viene fingir que no sabe que los dos trabajamos en el Ayuntamiento? ¿Dónde creía que iba yo a esta hora? Además, ha sido un poco borde>>. Reflexionando un poco más, recordó la cara de la chica cuando le habló. Ella parecía sorprendida, y lo había mirado como si realmente fuera la primera vez que lo veía, como si no lo conociera.

   Interrumpió sus pensamientos al llegar a la cafetería y abrir la puerta. Nada más entrar, deslizó una ligera mirada por el lugar. Quería saber si la auxiliar estaba ya allí. <<Todavía no ha llegado>> se dijo mientras caminaba hacia la mesa en la que solía sentarse. A los pocos segundos el camarero salió de detrás de la barra y se acercó a su mesa.

-          Buenos días ¿Qué desea el señor?
-          Lo de siempre, Pepiño
-          Y lo de siempre es… - dijo el camarero. Su rostro tenía una expresión mezcla de sorpresa y enfado.
-          Joder, Pepiño. Pues ¿qué va a ser? Café con leche y una entera con aceite, tomate y sal – respondió Juan José extrañado de la actitud de Pepe que siempre era tan agradable y que muchos días le colocaba el desayuno en la mesa al poco tiempo de entrar por la puerta, sin necesidad de pedírselo.
-          Marchando – contestó – y disculpe, como usted no es cliente habitual… decía Pepiño mientras caminaba ya de nuevo hacia la barra.

   <<Que no… pero si desayuno aquí todos los días. Si eso no es ser cliente habitual que baje Dios y lo vea>>. El camarero se acercó de nuevo a la mesa y dejó el pedido. En ese momento la puerta se abrió. Entró la joven del Ayuntamiento con la que Juan José había cogido el autobús. Directamente se dirigió a la barra y se sentó en un taburete. Pidió un cortado y la prensa de la mañana.
-          ¿Viene algo de lo del Concejal? – preguntó la chica.
-          En titulares – respondió Pepe – y la noticia ampliada en la página tres.

   Ella leía el periódico con avidez. Juan José, sin saber por qué, de nuevo se sentía mal. Le faltaba el aire, como si el oxígeno se atragantara en su garganta y no llegara a los pulmones. Como pudo, dejó el dinero encima de la mesa y salió a tientas ante la mirada curiosa de los clientes del Café. Una vez fuera, se sentó en un banco de la plaza del Ayuntamiento y se recuperó. Respiraba lentamente, siendo consciente de cómo su caja torácica subía y bajaba al ritmo de su respiración. Cuando estuvo totalmente restablecido pensó en la conversación que había escuchado entre la joven y el camarero. <<¿De qué demonios hablan? No es posible que haya pasado algo serio en el Ayuntamiento y lo sepan los periodistas antes que yo ¿Por quién me han tomado?>>. Se detuvo un instante ante el kiosko de prensa en el que solía comprar el periódico antes de subir. <<Es igual, ahora mandaré a alguien para que lo compre. Prefiero indagar directamente qué ha sucedido. Como sea algo importante y no me lo hayan comunicado, vamos a tener serios problemas. Tengo que hacer que se me respete, como sea>>.

    Atravesó la entrada y, aunque le sorprendió no encontrar guardias de seguridad en la puerta del edificio no se detuvo a pensar en ello, ofuscado como estaba por la existencia de noticias que presumía importantes y que no le habían sido comunicadas. Antes de llegar a su despacho, tenía que pasar por delante de otras oficinas. En todas ellas reinaba un extraño silencio casi sepulcral. Juan José pensaba dirigirse directamente a su despacho y desde allí hacer varias llamadas a otros departamentos. Una vez informado, iba a elevar la oportuna queja si era necesario, por haber sido pasado por alto tanto su cargo como su autoridad. Si era bien cierto que no gozaba de muchas simpatías ni en el Ayuntamiento ni en el Partido por su rápido y sorprendente ascenso, no estaba dispuesto a que lo trataran como a un novato, puesto que creía haber cumplido hasta el presente todos los deberes propios de sus funciones sin tacha de ninguna clase.

   Nada más llegar a su oficina, se dio cuenta de que había algo anormal. Las mesas estaban desocupadas, y los trabajadores cuchicheaban en torno a un recorte de prensa junto a la mesa donde estaba la cafetera. <<Vaya, parece que hoy todo el mundo tiene pocas ganas de trabajar. Como me he retrasado un poco, creerán que pueden perder el tiempo. Pero ya me encargaré de esto luego>>. Con un seco “buenos días” Juan José atravesó como un rayo la distancia que lo separaba de la puerta del despacho. Si no hubiese saludado nadie se habría dado cuenta de su presencia, pero sus palabras atrajeron brevemente la atención de todos sobre él, que inmediatamente guardaron silencio y lo miraron con sorpresa. Entre el grupo se encontraba su camarada y antiguo amigo Mikel. Éste se le acercó, e interceptando la puerta del despacho, le dijo:

-          Disculpe, no puede usted pasar.
-          Es una broma ¿no? ¿Quién eres tú para decirme si puedo o no puedo entrar en el despacho? – replicó Juan José.
-          No sé cómo ha llegado usted hasta esta oficina, me sorprende que lo hayan dejado pasar en la puerta de entrada al edificio. En este momento no podemos atenderle. Como comprenderá, estamos consternados por lo ocurrido al Concejal y tenemos muchos asuntos importantes que atender. Buenos días.

   Mikel deshizo sus pasos, y se reintegró al grupo de oficinistas. Tras aquellas palabras, Juan José había quedado tan conmocionado que no sabía qué hacer. Se quedó como petrificado en el suelo, mientras observaba cómo el grupo seguía murmurando en un rincón. No entendía absolutamente nada ¿Qué hacía Mikel allí? ¿Por qué le prohibía entrar en su propio despacho? Al igual que la chica en la parada de autobús y el camarero en el bar, lo había tratado como a un desconocido. ¿Qué demonios estaba sucediendo que escapaba totalmente a su comprensión? Cada vez con más ansia de saber qué pasaba, se acercó al conjunto de personas que conversaba en voz baja. Ante su presencia, de nuevo reinó el silencio.

-          Mikel, ¿puedes decirme qué está pasando? – preguntó Juan José, tan alterado que le costaba hablar.
-          Por favor – respondió – tiene usted que retirarse. Hoy no atendemos a nadie. Esta oficina está hoy cerrada para el público.
-          ¿Por…por qué me tratas como a un desconocido? ¿se puede saber qué os pasa a todos?
-          Que yo recuerde, señor, usted y yo no nos hemos visto nunca antes a pesar de la familiaridad con la que me trata. Y le repito enérgicamente que haga el favor de marcharse. No haga que tenga que llamar a seguridad.

   Mikel parecía ya muy contrariado, como si estuviera dispuesto a arrastrarlo él mismo hasta la salida si no se iba inmediatamente. Juan José no era capaz de asimilar lo que sucedía. Lentamente, comenzó a caminar hasta la puerta. Se sentía como mareado, sus pies no le respondían. Mientras se tambaleaba y trataba de no tropezar con las mesas y sillas de la oficina, escuchó a lo lejos la voz apagada de uno de sus empleados:

-          Es inconcebible que después de lo que ha pasado ese tipo haya conseguido colarse hasta aquí ¿Qué clase de medidas de seguridad se toman? Así no me extraña que no se sepa cómo han matado al Concejal.
-          Tienes razón –respondió otro de los oficinistas- pero más tarde o más temprano se sabrá cómo atentaron contra la vida del Concejal Martínez y se tratarán de enmendar los errores, para que futuros atentados no tengan éxito.
-          Sí, pero nada le devolverá la vida a Juan José –contestó Mikel apesadumbrado.

   Juan José se encontraba cada vez peor. Estaba tan mareado que creía que iba a vomitar de un momento a otro. Sin embargo, todavía fue capaz de taparse los oídos con las manos porque no quería seguir escuchando la conversación de los empleados. A pesar de que tenía la vista nublada y no distinguía con claridad el camino, apresuró el paso. Quería alejarse cuanto antes de aquel lugar. Las palabras de los oficinistas y de Mikel resonaban dentro de su cabeza. En su carrera hacia el exterior chocó con algún objeto impreciso en uno de los pasillos y cayó al suelo. La frialdad del mármol lo tranquilizaba y contribuía a disminuir el calor que sentía en su interior. Cuando por fin fue capaz de levantarse, se precipitó a la calle. Necesitaba salir de aquel lugar.

   Una vez fuera del Ayuntamiento se dirigió como pudo a uno de los bancos de la plaza y se sentó. Trató de controlar la respiración. Progresivamente su cuerpo alcanzaba el funcionamiento normal. Aunque estaba mejor, las palabras que había escuchado de la boca de sus compañeros continuaban atormentándolo. ¿Qué quería decir todo aquello? Habían hablado en su presencia como si él ya no estuviera, como si hubiese muerto. Ya hasta empezaba a dudar de sus facultades mentales. <<No, no. Yo no estoy loco. Puede que el poder de la mente sea grande, pero no se trata de mi imaginación. Mónica. Necesito hablar con ella. Necesito… >>. Sacó el teléfono móvil del bolsillo con torpeza y buscó en la agenda el número de su novia. Dos, tres, cinco, siete tonos… estaba a punto de colgar con lágrimas de desesperación en los ojos.

-          ¿Mónica…?
-          No, soy su madre. Ella no puede atender el teléfono en este momento. ¿Quién habla?
-          Por favor…por favor –sollozaba Juan José- es muy importante, una urgencia…de vida o muerte. Soy yo…yo…
-          Identifíquese,
-          Juanjo. Soy Juanjo. Mónica…necesito hablar con ella.
-          Hay que tener poca vergüenza y sangre fría para burlarse así del dolor de una persona –respondió la madre de su novia- a ver qué gracia le hace a usted cuando se le muera un ser querido que lo llamen haciéndose pasar por él.

      Intentó responder, pero su futura suegra ya había colgado el teléfono. Todavía sentado en el banco frente al Ayuntamiento, trató de poner en orden sus ideas. Reflexionaba sobre lo ocurrido durante la mañana, pero nada parecía tener sentido.

   <<Me estoy o me están volviendo loco. Seguro que todo es un complot de mis enemigos para despojarme del cargo que ocupo, pero no entiendo que mi novia y mis amistades se presten a algo así. No, no es una conjura en mi contra. No tiene sentido un montaje de estas características para eliminarme de la política, no soy tan importante. Pero entonces, ¿qué me sucede? ¿es mi mente, que no funciona? No estoy bien, no estoy bien.  Ayuda, necesito ayuda. ¿Quién? Al hospital. Un médico. Tiene que verme un médico. Ahora mismo. Estoy muy débil, no sé si conseguiré levantarme…>>.

  Desde el banco en el que estaba sentado visualizó su objetivo. La parada de taxis que había en la plaza distaba escasamente unos cien metros de donde Juan José se encontraba. Con grandes esfuerzos consiguió llegar hasta allí, montarse en el vehículo e indicar al taxista que lo llevara al hospital más próximo. El conductor se había dado cuenta de que Juan José estaba muy mal. Una vez en el hospital, se bajó del taxi y tuvo la amabilidad de acompañarlo hasta el interior y lo ayudó a sentarse. Explicó que se trataba de una urgencia, que el hombre que había llevado en su taxi parecía a punto de desmayarse. Tras señalar hacia el lugar en el que había dejado a Juan José y asegurarse de que lo atenderían en el menor tiempo posible, se marchó.

   En  la sala de espera de urgencias no había mucha gente. En un rincón se encontraba una joven señora que paseaba a un bebé, tratando de que dejase de llorar. Una pareja de mediana edad estaba sentada en la misma fila de asientos que Juan José. Él trataba de disimular con poco éxito un rictus de dolor, mientras la que parecía su esposa insistía en que si no los llamaban pronto a consulta armaría un escándalo, porque llevaban más de una hora en espera de que los atendieran. Enfrente de Juan José estaba un hombre de unos sesenta años, que leía tranquilamente la prensa.

   Al rato llamaron por megafonía a los familiares de Rosa Iturrioz para que pasaran a la zona de consultas, y el hombre que estaba sentado frente a Juan José se levantó y se marchó. Tras unos minutos, la vista confusa de Juan José se detuvo en el periódico abandonado en la hilera de asientos que tenía delante. El calor que sentía Juan José por todo el cuerpo se intensificaba por momentos, como si se estuviese quemando vivo. Con movimientos lentos, consiguió alargar el brazo y coger el periódico. Lo dobló por la mitad y lo agitó de un lado a otro para que el aire refrescara su rostro. Ya iba a soltarlo cuando el titular de la portada hizo que se quedara petrificado:

ATENTADO MORTAL: EL CONCEJAL DE URBANISMO FALLECE EN EL ACTO

   Con toda la rapidez que su cuerpo le permitía, abrió el periódico por la tercera página, donde venía la noticia ampliada.

            NUEVO ATENTADO DE LA BANDA TERRORISTA

Explota una bomba en el coche que transportaba todos los días al Concejal de Urbanismo desde su casa al Ayuntamiento.

En el día de ayer lunes 13 de abril J. J. Martínez Galey subía al Audi A4 negro que todos los días lo conducía desde su residencia hasta el Ayuntamiento. Sobre las 8:15 a.m. el coche explosionó, causando la muerte inmediata del concejal y de A. I. T., de 25 años de edad, que conducía el vehículo. Además, la explosión dejó como resultado tres heridos graves y uno leve…

   El periódico resbaló de las manos de Juan José. Una mezcla de sudor y lágrimas surcaba su rostro.

   <<Estoy muerto…muerto ¿Cómo es posible estar muerto y no saberlo, no darse cuenta? Aitor. No vino a recogerme como cada mañana porque él tampoco existe ya. La chica de la oficina y Pepe el del bar no me reconocieron, ni Mikel, ni los demás empleados. Mi suegra me lo dijo, y no la creí. Pero entonces, ¿por qué sigo aquí? ¿Por qué siento en mi cuerpo este ardor que me recorre?
   Si para el resto de las personas ya no estoy ¿Quién soy? Si existe un Dios o un ser superior te pido que tengas compasión de mí y me ayudes a entender lo que me pasa. Ayúdame. Los que han estado cerca de la muerte cuentan que se ven caminando por un túnel con una luz blanca al fondo, y conforme se acercan a la luz experimentan liberación y una paz infinita. Sin embargo, estoy muerto y yo no he cambiado, es el entorno el que se ha transformado. Lo único que sé es que no se puede seguir aquí siendo consciente de estar muerto, por eso sólo espero que en realidad exista ese túnel o cualquier otra cosa que termine con todo esto>>.

   Juan José interrumpió sus reflexiones al darse cuenta de que había una persona frente a él que lo miraba con insistencia. Parpadeó varias veces para enfocar la vista, y vislumbró que se trataba del hombre que había estado ensimismado en la lectura del periódico un rato antes. Juan José tomó el periódico y estiró el brazo para devolvérselo a su verdadero dueño. El hombre rechazó su gesto.
- Por fin te has dado cuenta. Algunos tardan más tiempo. Yo te enseñaré el camino.