Hace tiempo que tengo el blog algo inactivo. Para rescatarlo del olvido, publico un relato que escribí hace años. Lo presenté a un concurso literario que no gané, pero me gustaría compartirlo ahora con vosotros.
EL TÚNEL
Me estoy o me están volviendo loco. Seguro que todo es un complot de mis
enemigos para despojarme del cargo que ocupo, pero no entiendo que mi novia y
mis amistades se presten a algo así. No, no es una conjura en mi contra. No
tiene sentido un montaje de estas características para eliminarme de la
política, no soy tan importante.
El martes 14 de abril era un día cualquiera en la vida de Juan José
Martínez Galey. Hombre de treinta años de edad, había ascendido dentro de su
partido político con gran rapidez gracias a sus muchas cualidades. Trabajador,
responsable, carismático… y por qué no reconocerlo, también por su capacidad de
eliminar obstáculos en su ascenso hacia la gloria. El puesto de Concejal de
Urbanismo que desempeñaba en Vitoria había tenido más candidatos antes de que
salieran las listas electorales, entre ellos su gran amigo y compañero de
fatigas desde la infancia: Mikel. Juan José no tuvo reparos en los medios
empleados para eliminar a sus contrincantes, medios que, dicho sea de paso,
fueron “poco ortodoxos” (o sucios, como le espetó Mikel cuando Juan José fue
elegido definitivamente para el puesto), y que le valieron algunas enemistades
dentro del partido, personas que le habían retirado la palabra excepto cuando
coincidían en actos públicos. Por tanto, podríamos llegar a pensar que Juan
José era un hombre sin escrúpulos aunque, como buen político, él se habría
definido a sí mismo eufemísticamente como ambicioso y con sed de progreso en su
carrera profesional.
Como todos los días, el martes 14 de abril de 2009 el despertador de
Juan José sonó a las 7:30 de la mañana. Sin abrir los ojos, alargó el brazo
izquierdo maquinalmente para apagarlo. Solía levantarse al instante, pero esa
mañana le costó moverse de la cama. La noche anterior se había acostado bien,
pero ahora, después de abrir los ojos y tratar de incorporarse sentía un
extraño calor que le invadía todo el cuerpo. Con gran esfuerzo, se levantó y se
dirigió al cuarto de baño para lavarse la cara y afeitarse. Una vez allí,
decidió darse una ducha para tratar de eliminar la sensación de quemazón que le
recorría. Se sintió algo mejor, se afeitó y se vistió.
Consultó su reloj de pulsera y vio que era más tarde de lo normal. Se
apresuró a cerrar el portón y bajar las escaleras, porque el chófer que lo
recogía y lo llevaba hasta el Ayuntamiento debía estar esperando hacía unos
diez minutos. Abrió la puerta de la calle, pero el Audi A4 negro que conducía
Aitor no estaba allí. Impaciente ya por su propio retraso, volvió a consultar
la hora. <<Hoy no llego. Es raro, Aitor nunca se retrasa>>. Cinco
minutos después decidió llamarlo al móvil para saber qué sucedía. Una, dos,
tres…ocho llamadas hasta escuchar la voz enlatada de la operadora telefónica.
Volvió a llamar, con el mismo resultado. <<Joder, no lo coge ¿Para qué
tiene el coche entonces esa mierda del bluetooth?>>.
Pasados unos minutos más en los que insistió en sus tentativas de
comunicarse con el chófer, se dio cuenta de que ya no iría a buscarlo. <<
Ahora, ¿qué hago? Está lejos para ir a pie, mejor en bus. Uff, odio esos coches
cargados de gente en hora punta. Además es peligroso, joder. Por eso me
pusieron un vehículo privado. En el País Vasco hasta un político de segunda
como yo está expuesto>>.
Con estos pensamientos, Juan José caminaba hacia la parada de autobús.
<<El Aitor éste de las narices se la va a cargar. Vino muy recomendado,
pero esto de haberme dejado tirado tiene que pagarlo. Si ya decía yo que por
mucha recomendación que tuviera no debía haber escogido un tío sin experiencia.
Mira lo que ha tardado en cagarla: tres meses>>.
Cuando llegó, ya había varias personas esperando el autobús.
<<Sabrá Dios el tiempo que hace que no pasa. Y seguro que viene lleno
hasta los topes. Qué coñazo, joder>>. Sumido como estaba en estas
reflexiones, Juan José no se había dado cuenta de que acababa de llegar a la
cola una chica a la que conocía. Era una auxiliar administrativo del
Ayuntamiento con la que sólo había cruzado palabra en el trabajo una vez, pero
muchos días coincidían en la cafetería en la que él solía entrar antes de
comenzar la jornada laboral, e intercambiaban el frío y obligatorio saludo de
dos personas que no se tratan pero comparten varios espacios comunes durante
muchas horas.
Juan José siempre se vanagloriaba de su trato con “los inferiores”. Esta
chica, de la que ni siquiera sabía el nombre y que tenía más o menos su misma
edad, debía conocer a todos los Concejales, como todos los que trabajaban en el
Ayuntamiento. Él era consciente de que algunos Concejales no se rebajaban a
saludar a los administrativos, recepcionistas o guardias de seguridad. Era tal
la indiferencia que mostraban que se diría que los consideraban como un
elemento útil en el trabajo, pero no más importante que una silla, un teléfono
o una fotocopiadora. Por eso Juan José se sentía interiormente como una gran
persona sólo por el hecho de dignarse a dirigirles una mirada y un educado
saludo, pero en el fondo lo hacía con la misma indiferencia con la que colaboraba
con el cepillo de la Iglesia en la misa de los domingos cuando era pequeño. Era
una satisfacción que no provenía del hecho en sí, sino de lo que aparentaba
ante los demás.
Estaba en la cola justo a su lado. Era la primera vez que coincidían
fuera del trabajo o la cafetería. Como hacía tiempo que Juan José no subía al
autobús urbano para ir a ninguna parte, no sabía exactamente en qué parada
tenía que bajarse. No tenía ganas de hablar con ella. Pensaba que sería
incómodo para los dos, pero seguro que el vehículo estaba lleno y no sería
fácil observar dónde se bajaba para hacerlo él también, así que no le quedaba
más remedio que preguntar.
-
Buenos días – dijo Juan José.
-
Buenos días – respondió ella con indiferencia.
-
¿Podrías decirme dónde nos tenemos que bajar?
La joven se giró sorprendida para mirar a Juan José. Lo observó con
detenimiento durante unos segundos, y luego contestó:
-
Sé hacia dónde me dirijo yo, pero no sé qué le hace
pensar que los dos vamos al mismo lugar.
Juan José quedó tan aturdido ante esa respuesta, que balbuceó torpemente
hasta que fue capaz de decir algo coherente.
-
A…a…al Ayuntamiento.
-
En ese caso, bájese usted en la cuarta parada.
En ese momento llegaba el autobús, y la chica cedió el paso a una pareja
de ancianos que estaban detrás de ella. Era evidente que no quería entrar en el
coche detrás de Juan José para evitar coincidir dentro nuevamente. A la joven
la había desconcertado que ese hombre la tratara como si se conociesen, y más
aún el hecho de que parecía saber a dónde iba ella.
Por su parte, Juan José volvió a sentir con más intensidad el malestar
que tuviera por la mañana temprano cuando despertó en la cama. El ardor y el
calor invadían su cuerpo con más fuerza si cabe. Le costaba agarrarse a la
barra, que parecía desprender un calor insoportable. Como él había imaginado,
el autobús iba lleno, y no había podido hallar un asiento libre. Se encontraba
tan mal que se sentía desfallecer, y creía que iba a desmayarse de un momento a
otro. Cuando bajó y el viento fresco golpeó su rostro empezó a sentirse mejor.
Caminó unos pasos, pero se detuvo mientras consultaba su reloj de pulsera.
<<Al fin y al cabo he llegado casi a la misma hora que todos los días. Me
da tiempo de tomarme mi café>>. Y siguió caminando en dirección a la
cafetería de costumbre. << ¿Me encontraré allí con la auxiliar? Qué
reacción tan rara la de esa mujer ¿A qué viene fingir que no sabe que los dos
trabajamos en el Ayuntamiento? ¿Dónde creía que iba yo a esta hora? Además, ha
sido un poco borde>>. Reflexionando un poco más, recordó la cara de la
chica cuando le habló. Ella parecía sorprendida, y lo había mirado como si
realmente fuera la primera vez que lo veía, como si no lo conociera.
Interrumpió sus pensamientos al llegar a la cafetería y abrir la puerta.
Nada más entrar, deslizó una ligera mirada por el lugar. Quería saber si la
auxiliar estaba ya allí. <<Todavía no ha llegado>> se dijo mientras
caminaba hacia la mesa en la que solía sentarse. A los pocos segundos el
camarero salió de detrás de la barra y se acercó a su mesa.
-
Buenos días ¿Qué desea el señor?
-
Lo de siempre, Pepiño
-
Y lo de siempre es… - dijo el camarero. Su rostro tenía
una expresión mezcla de sorpresa y enfado.
-
Joder, Pepiño. Pues ¿qué va a ser? Café con leche y una
entera con aceite, tomate y sal – respondió Juan José extrañado de la actitud
de Pepe que siempre era tan agradable y que muchos días le colocaba el desayuno
en la mesa al poco tiempo de entrar por la puerta, sin necesidad de pedírselo.
-
Marchando – contestó – y disculpe, como usted no es
cliente habitual… decía Pepiño mientras caminaba ya de nuevo hacia la barra.
<<Que no… pero si desayuno aquí todos los días. Si eso no es ser
cliente habitual que baje Dios y lo vea>>. El camarero se acercó de nuevo
a la mesa y dejó el pedido. En ese momento la puerta se abrió. Entró la joven
del Ayuntamiento con la que Juan José había cogido el autobús. Directamente se
dirigió a la barra y se sentó en un taburete. Pidió un cortado y la prensa de
la mañana.
-
¿Viene algo de lo del Concejal? – preguntó la chica.
-
En titulares – respondió Pepe – y la noticia ampliada
en la página tres.
Ella leía el periódico con avidez. Juan José, sin saber por qué, de
nuevo se sentía mal. Le faltaba el aire, como si el oxígeno se atragantara en
su garganta y no llegara a los pulmones. Como pudo, dejó el dinero encima de la
mesa y salió a tientas ante la mirada curiosa de los clientes del Café. Una vez
fuera, se sentó en un banco de la plaza del Ayuntamiento y se recuperó.
Respiraba lentamente, siendo consciente de cómo su caja torácica subía y bajaba
al ritmo de su respiración. Cuando estuvo totalmente restablecido pensó en la
conversación que había escuchado entre la joven y el camarero. <<¿De qué
demonios hablan? No es posible que haya pasado algo serio en el Ayuntamiento y
lo sepan los periodistas antes que yo ¿Por quién me han tomado?>>. Se
detuvo un instante ante el kiosko de prensa en el que solía comprar el
periódico antes de subir. <<Es igual, ahora mandaré a alguien para que lo
compre. Prefiero indagar directamente qué ha sucedido. Como sea algo importante
y no me lo hayan comunicado, vamos a tener serios problemas. Tengo que hacer
que se me respete, como sea>>.
Atravesó la entrada y, aunque le sorprendió
no encontrar guardias de seguridad en la puerta del edificio no se detuvo a
pensar en ello, ofuscado como estaba por la existencia de noticias que presumía
importantes y que no le habían sido comunicadas. Antes de llegar a su despacho,
tenía que pasar por delante de otras oficinas. En todas ellas reinaba un
extraño silencio casi sepulcral. Juan José pensaba dirigirse directamente a su
despacho y desde allí hacer varias llamadas a otros departamentos. Una vez
informado, iba a elevar la oportuna queja si era necesario, por haber sido
pasado por alto tanto su cargo como su autoridad. Si era bien cierto que no
gozaba de muchas simpatías ni en el Ayuntamiento ni en el Partido por su rápido
y sorprendente ascenso, no estaba dispuesto a que lo trataran como a un novato,
puesto que creía haber cumplido hasta el presente todos los deberes propios de
sus funciones sin tacha de ninguna clase.
Nada más llegar a su oficina, se dio cuenta de que había algo anormal.
Las mesas estaban desocupadas, y los trabajadores cuchicheaban en torno a un
recorte de prensa junto a la mesa donde estaba la cafetera. <<Vaya,
parece que hoy todo el mundo tiene pocas ganas de trabajar. Como me he
retrasado un poco, creerán que pueden perder el tiempo. Pero ya me encargaré de
esto luego>>. Con un seco “buenos días” Juan José atravesó como un rayo
la distancia que lo separaba de la puerta del despacho. Si no hubiese saludado
nadie se habría dado cuenta de su presencia, pero sus palabras atrajeron
brevemente la atención de todos sobre él, que inmediatamente guardaron silencio
y lo miraron con sorpresa. Entre el grupo se encontraba su camarada y antiguo
amigo Mikel. Éste se le acercó, e interceptando la puerta del despacho, le
dijo:
-
Disculpe, no puede usted pasar.
-
Es una broma ¿no? ¿Quién eres tú para decirme si puedo
o no puedo entrar en el despacho? – replicó Juan José.
-
No sé cómo ha llegado usted hasta esta oficina, me
sorprende que lo hayan dejado pasar en la puerta de entrada al edificio. En
este momento no podemos atenderle. Como comprenderá, estamos consternados por
lo ocurrido al Concejal y tenemos muchos asuntos importantes que atender.
Buenos días.
Mikel deshizo sus pasos, y se reintegró al grupo de oficinistas. Tras
aquellas palabras, Juan José había quedado tan conmocionado que no sabía qué
hacer. Se quedó como petrificado en el suelo, mientras observaba cómo el grupo
seguía murmurando en un rincón. No entendía absolutamente nada ¿Qué hacía Mikel
allí? ¿Por qué le prohibía entrar en su propio despacho? Al igual que la chica
en la parada de autobús y el camarero en el bar, lo había tratado como a un
desconocido. ¿Qué demonios estaba sucediendo que escapaba totalmente a su
comprensión? Cada vez con más ansia de saber qué pasaba, se acercó al conjunto
de personas que conversaba en voz baja. Ante su presencia, de nuevo reinó el
silencio.
-
Mikel, ¿puedes decirme qué está pasando? – preguntó
Juan José, tan alterado que le costaba hablar.
-
Por favor – respondió – tiene usted que retirarse. Hoy
no atendemos a nadie. Esta oficina está hoy cerrada para el público.
-
¿Por…por qué me tratas como a un desconocido? ¿se puede
saber qué os pasa a todos?
-
Que yo recuerde, señor, usted y yo no nos hemos visto
nunca antes a pesar de la familiaridad con la que me trata. Y le repito
enérgicamente que haga el favor de marcharse. No haga que tenga que llamar a
seguridad.
Mikel parecía ya muy contrariado, como si estuviera dispuesto a
arrastrarlo él mismo hasta la salida si no se iba inmediatamente. Juan José no
era capaz de asimilar lo que sucedía. Lentamente, comenzó a caminar hasta la
puerta. Se sentía como mareado, sus pies no le respondían. Mientras se
tambaleaba y trataba de no tropezar con las mesas y sillas de la oficina,
escuchó a lo lejos la voz apagada de uno de sus empleados:
-
Es inconcebible que después de lo que ha pasado ese
tipo haya conseguido colarse hasta aquí ¿Qué clase de medidas de seguridad se
toman? Así no me extraña que no se sepa cómo han matado al Concejal.
-
Tienes razón –respondió otro de los oficinistas- pero
más tarde o más temprano se sabrá cómo atentaron contra la vida del Concejal
Martínez y se tratarán de enmendar los errores, para que futuros atentados no
tengan éxito.
-
Sí, pero nada le devolverá la vida a Juan José
–contestó Mikel apesadumbrado.
Juan José se encontraba cada vez peor. Estaba tan mareado que creía que
iba a vomitar de un momento a otro. Sin embargo, todavía fue capaz de taparse
los oídos con las manos porque no quería seguir escuchando la conversación de
los empleados. A pesar de que tenía la vista nublada y no distinguía con
claridad el camino, apresuró el paso. Quería alejarse cuanto antes de aquel
lugar. Las palabras de los oficinistas y de Mikel resonaban dentro de su
cabeza. En su carrera hacia el exterior chocó con algún objeto impreciso en uno
de los pasillos y cayó al suelo. La frialdad del mármol lo tranquilizaba y
contribuía a disminuir el calor que sentía en su interior. Cuando por fin fue
capaz de levantarse, se precipitó a la calle. Necesitaba salir de aquel lugar.
Una vez fuera del Ayuntamiento se dirigió como pudo a uno de los bancos
de la plaza y se sentó. Trató de controlar la respiración. Progresivamente su
cuerpo alcanzaba el funcionamiento normal. Aunque estaba mejor, las palabras
que había escuchado de la boca de sus compañeros continuaban atormentándolo.
¿Qué quería decir todo aquello? Habían hablado en su presencia como si él ya no
estuviera, como si hubiese muerto. Ya hasta empezaba a dudar de sus facultades
mentales. <<No, no. Yo no estoy loco. Puede que el poder de la mente sea
grande, pero no se trata de mi imaginación. Mónica. Necesito hablar con ella.
Necesito… >>. Sacó el teléfono móvil del bolsillo con torpeza y buscó en
la agenda el número de su novia. Dos, tres, cinco, siete tonos… estaba a punto
de colgar con lágrimas de desesperación en los ojos.
-
¿Mónica…?
-
No, soy su madre. Ella no puede atender el teléfono en
este momento. ¿Quién habla?
-
Por favor…por favor –sollozaba Juan José- es muy
importante, una urgencia…de vida o muerte. Soy yo…yo…
-
Identifíquese,
-
Juanjo. Soy Juanjo. Mónica…necesito hablar con ella.
-
Hay que tener poca vergüenza y sangre fría para
burlarse así del dolor de una persona –respondió la madre de su novia- a ver
qué gracia le hace a usted cuando se le muera un ser querido que lo llamen
haciéndose pasar por él.
Intentó responder, pero su futura suegra
ya había colgado el teléfono. Todavía sentado en el banco frente al Ayuntamiento,
trató de poner en orden sus ideas. Reflexionaba sobre lo ocurrido durante la
mañana, pero nada parecía tener sentido.
<<Me estoy o me están volviendo loco. Seguro que todo es un
complot de mis enemigos para despojarme del cargo que ocupo, pero no entiendo
que mi novia y mis amistades se presten a algo así. No, no es una conjura en mi
contra. No tiene sentido un montaje de estas características para eliminarme de
la política, no soy tan importante. Pero entonces, ¿qué me sucede? ¿es mi mente,
que no funciona? No estoy bien, no estoy bien.
Ayuda, necesito ayuda. ¿Quién? Al hospital. Un médico. Tiene que verme
un médico. Ahora mismo. Estoy muy débil, no sé si conseguiré
levantarme…>>.
Desde el banco en el que estaba sentado visualizó su objetivo. La parada
de taxis que había en la plaza distaba escasamente unos cien metros de donde
Juan José se encontraba. Con grandes esfuerzos consiguió llegar hasta allí,
montarse en el vehículo e indicar al taxista que lo llevara al hospital más
próximo. El conductor se había dado cuenta de que Juan José estaba muy mal. Una
vez en el hospital, se bajó del taxi y tuvo la amabilidad de acompañarlo hasta
el interior y lo ayudó a sentarse. Explicó que se trataba de una urgencia, que
el hombre que había llevado en su taxi parecía a punto de desmayarse. Tras
señalar hacia el lugar en el que había dejado a Juan José y asegurarse de que
lo atenderían en el menor tiempo posible, se marchó.
En la sala de espera de urgencias
no había mucha gente. En un rincón se encontraba una joven señora que paseaba a
un bebé, tratando de que dejase de llorar. Una pareja de mediana edad estaba
sentada en la misma fila de asientos que Juan José. Él trataba de disimular con
poco éxito un rictus de dolor, mientras la que parecía su esposa insistía en
que si no los llamaban pronto a consulta armaría un escándalo, porque llevaban
más de una hora en espera de que los atendieran. Enfrente de Juan José estaba
un hombre de unos sesenta años, que leía tranquilamente la prensa.
Al rato llamaron por megafonía a los familiares de Rosa Iturrioz para
que pasaran a la zona de consultas, y el hombre que estaba sentado frente a
Juan José se levantó y se marchó. Tras unos minutos, la vista confusa de Juan
José se detuvo en el periódico abandonado en la hilera de asientos que tenía
delante. El calor que sentía Juan José por todo el cuerpo se intensificaba por
momentos, como si se estuviese quemando vivo. Con movimientos lentos, consiguió
alargar el brazo y coger el periódico. Lo dobló por la mitad y lo agitó de un
lado a otro para que el aire refrescara su rostro. Ya iba a soltarlo cuando el
titular de la portada hizo que se quedara petrificado:
ATENTADO
MORTAL: EL CONCEJAL DE URBANISMO FALLECE EN EL ACTO
Con toda la rapidez que su cuerpo le permitía, abrió el periódico por la
tercera página, donde venía la noticia ampliada.
NUEVO
ATENTADO DE LA BANDA TERRORISTA
Explota una bomba en el coche que transportaba todos los días al
Concejal de Urbanismo desde su casa al Ayuntamiento.
En el día de ayer lunes 13 de abril J. J. Martínez Galey subía al Audi
A4 negro que todos los días lo conducía desde su residencia hasta el
Ayuntamiento. Sobre las 8:15 a.m. el coche explosionó, causando la muerte
inmediata del concejal y de A. I. T., de 25 años de edad, que conducía el
vehículo. Además, la explosión dejó como resultado tres heridos graves y uno
leve…
El periódico resbaló de las manos de Juan José. Una mezcla de sudor y
lágrimas surcaba su rostro.
<<Estoy muerto…muerto ¿Cómo es posible estar muerto y no saberlo,
no darse cuenta? Aitor. No vino a recogerme como cada mañana porque él tampoco
existe ya. La chica de la oficina y Pepe el del bar no me reconocieron, ni
Mikel, ni los demás empleados. Mi suegra me lo dijo, y no la creí. Pero
entonces, ¿por qué sigo aquí? ¿Por qué siento en mi cuerpo este ardor que me
recorre?
Si para el resto de las personas ya no estoy ¿Quién soy? Si existe un
Dios o un ser superior te pido que tengas compasión de mí y me ayudes a
entender lo que me pasa. Ayúdame. Los que han estado cerca de la muerte cuentan
que se ven caminando por un túnel con una luz blanca al fondo, y conforme se
acercan a la luz experimentan liberación y una paz infinita. Sin embargo, estoy
muerto y yo no he cambiado, es el entorno el que se ha transformado. Lo único
que sé es que no se puede seguir aquí siendo consciente de estar muerto, por
eso sólo espero que en realidad exista ese túnel o cualquier otra cosa que
termine con todo esto>>.
Juan José interrumpió sus reflexiones al darse cuenta de que había una
persona frente a él que lo miraba con insistencia. Parpadeó varias veces para
enfocar la vista, y vislumbró que se trataba del hombre que había estado
ensimismado en la lectura del periódico un rato antes. Juan José tomó el
periódico y estiró el brazo para devolvérselo a su verdadero dueño. El hombre
rechazó su gesto.
- Por fin te has dado cuenta.
Algunos tardan más tiempo. Yo te enseñaré el camino.