Rescatado del baúl de los recuerdos, comparto hoy un relato que escribí hace varios años. He tomado prestado el título de una obra del escritor Miguel Delibes. En este relato se cuentan los sentimientos que invaden el alma cuando somos desplazados del centro del afecto de los demás a un segundo plano. No obstante, la perspectiva del mismo es un tanto "peculiar". Espero que os guste.
EL PRÍNCIPE DESTRONADO
Ellos ya no me quieren como antes. Mi vida ha cambiado mucho desde que
llegó el intruso. Hasta su llegada yo
era el rey de la casa, como me llamaba papá. Ahora sólo me prestan atención
cuando es necesario, pero los mimos son para el recién nacido.
Cuando pienso en el pasado me pongo triste. Al principio, yo no acudía
cuando me llamaban por mi nombre. Me costó trabajo saber que se dirigían a mí.
Recuerdo el primer día que lo hice. Estábamos en el salón, papá y mamá junto a
la puerta porque íbamos a dar un paseo; yo, junto a la mesita que hay delante
del sofá. Con mucho cariño empezaron a llamarme para que me acercase hacia
donde ellos estaban, y me prometían que si lo hacía iríamos a la playa, porque
saben que me encanta. Caminé despacito, inseguro, con miedo a chocarme con
algún mueble o con el televisor. Llegué sin tropezar con ninguno de los
obstáculos que tenía en mi camino, y me detuve orgulloso delante de mis padres.
Mamá se puso tan contenta que me cogió en brazos y me besaba una y otra vez,
papá me prometió que después del almuerzo me daría de postre esas galletitas
que tanto me gustan, y jugaríamos un rato con la pelota.
Los días que hacía buen tiempo dábamos una vuelta por el paseo marítimo,
incluso bajábamos a la playa un rato y me dejaban jugar en la arena, aunque a
veces mamá se enfadaba si no me sacudía bien antes de subir a casa. Cuando ella
no se daba cuenta, papá me sonreía y me decía que no le hiciera caso. Si llovía
o hacía frío, el paseo era más corto, y en lugar de ir a la playa andábamos por
la calle, viendo escaparates. En esos días, si me portaba bien me compraban algún
regalito o una golosina.
Yo tengo mi propia cama, pero me gusta más la cama grande de papá y
mamá. Me han acostumbrado a dormir solo, así que cuando llega la hora me echo
en el sofá, y si me quedo dormido, papá me pasa a mi cama con mucho cuidado para
que no me despierte. Sin embargo, antes de la llegada del intruso, cuando me despertaba a media noche o por la mañana
temprano me deslizaba silenciosamente a la cama de ellos y me dejaban
acurrucarme allí. Mamá a veces le decía a papá que me estaban malcriando, pero
si papá no estaba me dejaba acostarme a dormir la siesta con ella.
De pronto, un día, mamá desapareció. Ya no estaba en casa a la hora de
comer ni de dormir, y era papá el que me sacaba a pasear y se ocupaba de mí.
Ella sólo estaba dos días a la semana, y entonces papá se ponía muy contento.
Al principio yo no entendía por qué mamá se había ido, pero una de las veces
que estaba en casa escuché que los abuelos la felicitaban y decían algo de un
buen trabajo, dinero y una vida mejor. Luego ni siquiera estaba esos dos días,
y aunque la echaba mucho de menos me divertía mucho con papá porque me dejaba
hacer todo lo que yo quería y me permitía dormir todas las noches en la cama
grande con él.
Como mamá no podía venir, papá y yo hicimos un largo viaje en coche
hasta la nueva casa de mamá. Fuimos varias veces. El primer viaje se me hizo
interminable. Papá conducía durante horas por estrechas carreteras llenas de
curvas, tantas, que yo notaba cómo se me revolvía el estómago e intentaba
aguantar las ganas de vomitar. Me contuve con todas mis fuerzas, pero casi a la
mitad del camino no pude más y manché todo el asiento trasero del coche. Papá
se puso muy serio, paramos en una gasolinera y lo limpió, pero no me riñó ni
castigó porque entendía que un recorrido tan largo no me había sentado bien, yo
no estaba acostumbrado.
Llegamos al nuevo lugar en que vivía ahora mamá. La verdad es que no me
gustó nada. Aunque la casa era mucho más grande que la nuestra, con un pequeño
jardín a la entrada y muchas más habitaciones, los muebles eran viejos y
oscuros, había poca luz. Lo bueno era que había mucho espacio para correr y
jugar, pero las calles eran feas y no estaba la playa. Mamá se puso tan
contenta al verme que casi llora de alegría. Me tuvo mucho tiempo abrazado a
ella besándome y acariciándome, diciéndome palabras tiernas. Las veces que
fuimos a verla a la nueva casa fueron maravillosas, porque mamá me consentía en
todo, estaba pendiente de mí y pasaba todo el tiempo conmigo. Se notaba que me
había echado mucho de menos.
A los meses mamá regresó, y pasaba todo el día en casa. De pronto un día
ella le dijo algo a papá y él se puso a llorar, aunque no parecía que estuviera
triste. El verano pasó pronto, mamá empezó a trabajar, pero ya no se fue a esa
casa que estaba tan lejos. Cada día que pasaba ella tenía la tripa más y más
gorda, más y más grande, aunque el resto de su cuerpo seguía prácticamente
igual. Empecé a sentir miedo porque eso no era normal: quizás estaba enferma y
yo no sabía nada. Lo extraño era que tanto a papá como a mamá no parecía
importarles lo de la tripa, es más, a veces se sentaban juntos en el sofá y
papá colocaba su mano en ese vientre de grandes dimensiones y ambos sonreían
contentos.
Un día ocurrió lo que yo temía. Mamá lloraba y se quejaba mientras se
agarraba la enorme tripa, que ya casi era más grande que ella misma. Papá
corría de un extremo a otro de la casa muy nervioso, hasta que los dos se
fueron precipitadamente dejándome solo en casa. Yo me senté en el sofá muy
triste, porque comprendía que mamá estaba enferma, se la habían llevado al
hospital y a lo mejor se iba a morir. Al día siguiente vinieron los abuelos y me sacaron a darme un paseo.
Mis temores empezaron a desaparecer porque los abuelos, lejos de estar tristes
por lo que le había ocurrido a mamá, parecían estar más felices que nunca.
Después de dar una vueltecilla por el paseo marítimo subimos a casa, me dejaron
preparada la comida y volví a quedarme solo.
Más tarde regresaron papá y mamá. Mamá ya
no tenía el vientre tan abultado como antes, parece que en el hospital se lo
arreglaron después de aquella noche en la que había tenido esos dolores tan
fuertes. Pero lo extraño es que de allí regresaron con el intruso, comienzo de todos mis problemas y desdichas. Todavía
hoy me pregunto cómo un ser tan pequeño y aparentemente indefenso pudo causarme
tantos males.
Como he dicho, mis padres regresaron felices y acompañados de un bulto
de mantas en cuyo interior se encontraba un diminuto ser del que sólo podían
observarse la cabeza y unas pequeñas manitas. Era casi redondo, muy colorado y
sin pelos. Su aspecto me resultó desagradable desde el principio. Además, no
dejaba de moverse. Ya al comienzo empezaron a notarse los cambios, puesto que
nada más entrar por la puerta intenté acercarme a mamá para ver cómo estaba y
papá no me lo permitió. Cuando insistí, la solución fue encerrarme un rato en
la habitación de invitados. Ese tiempo se me hizo eterno. Tal vez lo fue. La
verdad es que creo que se olvidaron de que me habían castigado y tardaron
bastante en abrirme la puerta y permitirme volver al salón.
Tiempo después, me di cuenta de que la convivencia con el intruso
era insoportable. A cada rato esa bola de carne sonrosada empezaba a llorar y
patalear, creo que para llamar la atención de papá y mamá. Ellos siempre
disculpaban esos llantos con diferentes excusas: “es que tiene hambre”, “tiene
sueño”, le duele la barriguita”. En los ratos en que no lloraba los dos se
dedicaban a jugar con él, lo acariciaban, le sonreían, le decían palabras
tiernas, olvidándose de lo molesto que esa criatura resultaba en todos los
momentos en que no estaba durmiendo.
Una de las cuestiones que más me asombraba del intruso era el número de veces al día en que comía, si tenemos en
cuenta lo pequeño que es. Cada dos o tres horas mamá, o bien papá, tenían que
dejar inmediatamente lo que estuvieran haciendo para preparar su comida, puesto
que la bola sonrosada parecía tener una especie de despertador en el estómago
que se activaba provocándole el llanto hasta que lo alimentaban.
Pero lo realmente molesto no lo he contado todavía. Recién llegado, le
fueron concedidos en la casa unos privilegios de los que yo nunca gocé. En
primer lugar, su camita fue instalada en el dormitorio de mis padres, de manera
que dormía junto a ellos en lugar de hacerlo solo en otra habitación como
siempre había hecho yo. Esto me supuso que en las repetidas veces que intenté
dormir en la cama con papá y mamá me echaran, argumentando que no era
conveniente que yo estuviera allí con el
intruso. Sospecho que me ha sido negada la entrada en ese cuarto de la casa
para siempre, porque tampoco me dejan pasar en otros momentos del día.
Si mamá lo tiene en brazos no me deja acercarme a ellos, me grita para
que me aparte, y si está papá, a veces me encierra para que no los moleste. En
las mejores ocasiones coge una pelota y juega conmigo un ratito, o bajamos a la
calle a dar un paseo corto. Aunque sigo paseando todos los días, mamá ya casi
nunca viene con nosotros, y desde luego no estamos tanto tiempo como antes ni
es tan divertido. Apenas me acarician, salvo algunas veces que el intruso está tranquilo. Entonces papá
o mamá se sientan a mi lado en el sofá y me dan las migajas que quedan de su
cariño.
El ser humano es egoísta e ingrato. Cuando no sabía lo que era el calor
de un hogar llega a mí esta joven pareja como ángeles salvadores y me rescata
del infierno en que vivía. Me dan su amor y me hacen creer que soy parte de su
familia, sustituyendo a esos padres que no conocí. Llego a sentirme humano como
ellos, y en el momento en que menos te lo esperas te devuelven cruelmente a tu
realidad animal. Todas las atenciones son para sus propias crías y desprecian
tu cariño. El hombre se llama a sí mismo animal racional, el ser más
inteligente y perfecto de la creación sin darse cuenta de que no merecen esos
títulos, que les quedan grandes. Mi especie se ha ganado el suyo, el mejor amigo del hombre.